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Hay silencios que protegen y silencios que encierran. En la vida emocional, el silencio puede ser un gesto de defensa, un modo de sostenerse frente al dolor, pero también puede convertirse en una prisión que aísla y apaga la posibilidad del vínculo. En una época en la que se habla mucho y se escucha poco, el silencio no siempre significa calma; a veces, es el signo de un exceso interno que no encuentra palabras, como relatan muchas personas que acuden a nuestro centro de psicología en Barcelona.

silencio como refugio y como prisión en la vida emocionalDesde la orientación psicoanalítica, el silencio no se interpreta de manera unívoca. Puede ser una forma de elaborar, de dar tiempo a que algo se organice internamente antes de decirlo, o puede ser una manera de callar lo insoportable, de no poner en juego aquello que resultaría demasiado doloroso. El silencio tiene matices, y su sentido depende del sujeto que lo habita, del mismo modo que ocurre con la presencia silenciosa de la depresión en la vida cotidiana.

Silencio como protección

En ciertos momentos, el silencio puede cumplir una función protectora. Cuando una persona atraviesa una pérdida, un trauma o un conflicto intenso, hablar puede resultar imposible. El lenguaje todavía no está disponible para nombrar lo ocurrido. En esos casos, el silencio actúa como una pausa necesaria, un espacio donde la psique busca recomponerse.

Por ejemplo, una persona que acaba de separarse o que ha vivido un duelo puede sentirse incapaz de hablar del tema. El silencio no es, en ese instante, una renuncia al vínculo, sino una defensa temporal frente a una emoción que desborda. En este sentido, el silencio permite conservar una cierta integridad: callar no como negación, sino como forma de cuidado psíquico.

Sin embargo, cuando el silencio se prolonga más allá del tiempo necesario para elaborar, puede transformarse en algo diferente. Lo que en un principio protegía, empieza a aislar. La persona deja de compartir, de pedir ayuda, de sostener sus lazos. El silencio ya no sirve para procesar lo vivido, sino para evitarlo, y puede conectarse con formas de malestar como las que se describen en el lenguaje de la angustia en tiempos de aceleración.

Desde la orientación psicoanalítica, se entiende que el silencio también puede ser un modo de defensa frente a la angustia: callar aquello que podría desestabilizar la imagen que uno tiene de sí mismo o el vínculo con los demás. Es una manera de “guardar” el malestar para no confrontarlo. Pero lo no dicho no desaparece: se desplaza, se somatiza o se expresa de otras formas —en el cuerpo, en los sueños, en los síntomas—, y muchas veces lleva a consultar con un psicólogo especialista en ansiedad en Barcelona.silencio como refugio

Aislamiento y vínculo

Cuando el silencio se convierte en aislamiento, el efecto ya no es protector, sino empobrecedor. Deja de ser una pausa y se transforma en un muro. En ese punto, el sujeto no calla por falta de palabras, sino porque no espera ser escuchado. Es el silencio de quien ha perdido la confianza en que el otro pueda comprenderlo.

A veces este aislamiento surge de experiencias tempranas: personas que crecieron en entornos donde expresar emociones era mal visto o castigado aprenden a reprimir su vida afectiva. Con el tiempo, ese silencio se vuelve parte de su identidad emocional. No saben cómo hablar de lo que sienten, o incluso creen que no sentir es sinónimo de fortaleza, lo que dificulta reconocer las señales descritas al preguntarse cómo saber si estás mal emocionalmente.

Un ejemplo habitual es el de quien, frente a los conflictos, opta siempre por callar “para no generar problemas”. Evita discutir, expresar tristeza o mostrar fragilidad. Pero esa contención constante termina generando una distancia emocional: el otro ya no sabe qué le pasa, y el propio sujeto empieza a sentir que vive desconectado de sí mismo.

En otras ocasiones, el silencio aparece como una forma de castigo o control: dejar de hablar para no mostrar vulnerabilidad o para hacer sentir al otro su ausencia. En ambos casos, el silencio deja de ser lenguaje y se convierte en síntoma: un modo de sostener algo que no puede ser dicho. El vínculo se congela y refuerza el sentimiento de soledad.

Aprender a expresar lo que siento

Aprender a hablar no significa decirlo todo, ni convertir el dolor en un relato inmediato. Significa poder encontrar una forma singular de expresión emocional que permita que el malestar circule. Poner en palabras lo que se siente no lo elimina, pero lo transforma y lo hace menos opresivo.

La expresión emocional no es solo una descarga, sino una manera de darle sentido a lo vivido. Hablar permite reconocer qué nos pasa y abrir la posibilidad de que el otro nos escuche. Cuando esto no sucede, lo que queda silenciado puede aparecer en el cuerpo —como tensión, somatizaciones o dificultades para dormir—, tal y como se explora en el insomnio como síntoma de una mente saturada.

Muchas personas buscan “aprender a comunicar mejor” o “gestionar sus emociones”, pero a veces el problema no es de técnica, sino de historia: hay algo en su experiencia que les enseñó que hablar era peligroso. Desde la orientación psicoanalítica, el trabajo terapéutico no consiste en forzar la palabra, sino en crear las condiciones para que pueda surgir.

En un espacio de escucha profesional, el silencio también tiene su lugar. A veces, antes de hablar, es necesario que alguien pueda sostener ese silencio sin llenarlo de interpretaciones ni consejos. En ese acompañamiento, poco a poco, las palabras van apareciendo: primero como balbuceo, luego como relato. Lo que antes era una prisión se convierte en vía de elaboración.

Reconocer cuándo el silencio protege y cuándo encierra es una tarea subjetiva. No se trata de imponer la palabra, sino de distinguir qué función cumple el silencio en cada uno. ¿Callo para cuidar algo de mí, o callo porque no confío en que mi palabra sea escuchada?

soledad refugioEl silencio que pide ser escuchado

En la vida cotidiana, encontramos distintos modos en que el silencio se hace presente. Hay quienes callan para no entristecer a los otros, quienes ocultan su angustia tras sonrisas automáticas y quienes se encierran en su propio mundo por miedo a ser incomprendidos. Todos esos silencios comparten algo: una palabra que no encuentra lugar.

Pero incluso el silencio más hermético tiene un sentido. Detrás del mutismo puede haber una demanda de atención, un pedido de escucha, una señal de que algo interno está en exceso. Por eso, más que romper el silencio, conviene escucharlo: ¿qué está queriendo decir lo que no se dice?

El silencio, en su forma más profunda, no es la ausencia de sonido, sino la espera de una palabra posible. Cuando alguien puede hablar de su silencio, este deja de ser prisión para convertirse en camino. El trabajo terapéutico apunta precisamente a acompañar ese pasaje.

En ocasiones, lo que parece apatía o distancia es, en realidad, una forma de defenderse del dolor. Poder nombrar esa defensa, entender de dónde viene y cómo se repite, abre la posibilidad de elegir otras formas de estar con uno mismo y con los demás.

Invitación al trabajo terapéutico

En tiempos en que se confunde hablar con exhibirse y el silencio con indiferencia, encontrar un espacio donde poder decir sin exigencia ni juicio es fundamental. Desde la orientación psicoanalítica, el trabajo no consiste en romper todos los silencios, sino en escuchar su sentido singular, en acompañar el tránsito entre callar y poder decir, ya sea en un proceso presencial o mediante psicoterapia online.

El dispositivo de escucha profesional ofrece ese lugar: un espacio donde el silencio tiene valor, donde puede ser explorado sin prisa y donde la palabra, cuando llega, encuentra su tiempo. No se trata de producir discursos perfectos, sino de permitir que algo de la verdad de cada sujeto pueda ser dicho.

A veces, el alivio no surge de hablar más, sino de hablar de otro modo. Dejar que el silencio se transforme, que deje de ser un muro para convertirse en puente. Porque, en definitiva, el silencio puede ser refugio o prisión —pero cuando encuentra escucha, puede volverse una vía hacia lo propio.

Escrito por:
Mila Herrera
Directora de Psicoclínica Barcelona

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